lunes, 1 de noviembre de 2010

La certeza de que nos queda la política


I
El viernes, cuando volvía del centro a mi casa, después de haber estado bajo la lluvia esperando a que pasaran él y ella, quizá esperando despedirme o decir algunas palabras que todavía se atragantaban en mi garganta como si todas quisieran salir a la misma vez, sin un orden, sin una jerarquía, simplemente liberarse de este nudo que me oprimía, el viernes, bajo la lluvia, regresaba a casa sentado en el vagón del tren cuando la vi. Estaba todavía apesadumbrado, a pesar de que esas palabras finalmente se habían escapado, y que ahora sólo pensaba en cómo volver al ruedo mientras el tren que me llevaba corría para el norte, trayéndome de vuelta, casi adormecido por su sedante y sistemático traquetear, la vi. Llegando desde el sur, una Locomotora a toda velocidad cortaba la imagen en dos. Era una de esas antiguas máquinas que son independientes de los vagones que arrastran y que me recuerdan a mi niñez, cuando jugaba en las orillas de la Estación de mi pueblo, cuando todavía se veían muchas de ellas atravesar la siesta. La veo venir y no sé por qué le presto atención. Y veo que lleva dos símbolos pegados en su trompa, grandes, redondos, orgullosos como los llevaríamos nosotros en el pecho: una escarapela del Bicentenario y una cinta negra de luto, y pienso “está de luto, sin embargo no se detiene... así es como debe funcionar la Historia”.

II
No sé si será porque el viaje en tren siempre me invita a divagar un poco, pero a partir de esa imagen comencé otro viaje, éste en mi cabeza. Lo primero fue tomar esta imagen, la de la locomotora que seguía su camino a pesar del luto, y contrastarla con aquél relato de Walter Benjamin cuando ve al ángel en el cuadro de Paul Klee, el Angelus Novus: “El ángel de la historia ha de tener ese aspecto”, escribe Benjamin. “Tiene el rostro vuelto hacia el pasado. En lo que a nosotros nos parece como una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. Bien quisiera demorarse, despertar a los muertos y volver a juntar lo destrozado. Pero una tempestad sopla desde el Paraíso, que se ha enredado en sus alas y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al que vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso”. Y cuando logro sopesar ambas imágenes es como que mi propia historia se cruza ante mis ojos, como un flash, y pienso, y me pregunto, ¿cuál es el equilibrio entre ambas, entre la locomotora que va hacia el frente sin mirar atrás y el Angelus que lo hace sin mirar al frente? ¿Quién puede poner ese equilibrio? ¿Existe, es posible?

III
La locomotora es una imagen que se suele utilizar en el lenguaje empresarial: ir hacia el frente, arrasar con todo en el camino, que nada te detenga y llevar a cuestas, como enganchados, a los demás. “Todos te persiguen, pues tú eres la locomotora”, etc, etc. Es una metáfora que se ha usado mucho para pensar el propio sistema capitalista, es como un símbolo que lo ha querido representar y lo ha hecho muy bien. Y la mirada de Benjamin, en cambio, es una mirada que se ha utilizado mucho en el mundo académico y justamente en oposición directa con la anterior. Ambas, a pesar suyo, tienen algo en común: siempre han puesto al discurso y accionar político como algo secundario, accesorio quizá, a los mundos que relataban. Es como si la política sólo se dedicara a gestionar las condiciones administrativas de ambos mundos. Y esa fue justamente la mirada con la que muchos de nosotros crecimos cuando hablábamos de la “política real” (real politik, como se suele decir). Idealizamos una política inalcanzable, límpida y lustrosa, incolora, capaz de florearse como ninguna otra en las hojas A4 de los papers que inundaron Universidades o en la de los libros que nos gustaban leer y citar para estar a la moda. Hoy miro a muchos de los que así pensábamos, incluyéndome por supuesto, y me pregunto ¿qué fue lo que pasó, en estos últimos años, para creer que esta visión ha tenido un cambio, que es posible pensar de otro modo la política?

IV
Recuerdo cuando en el 2002 escribimos, con unos amigos en la revista que sacábamos, sobre el 19/20 de 2001. La editorial colectiva de ese número 9 de La Escena Contemporánea se llamaba "La vorágine" y allí decíamos: “la vorágine destruye toda posible articulación nacional, de la que sólo quedan restos más o menos autonomizados. Destruye, para decirlo en términos clásicos, los lazos sociales”. Eso era lo que veíamos por aquéllos tiempos, una vorágine en la que nada quedaba en pie, ni siquiera los Bancos cómo último eslabón de un mercado financiero que hacía agua por todos lados. Y mucho menos la posibilidad de pensarse colectivamente. La incertidumbre era la única posibilidad real, la verdadera, todo lo demás era una ilusión alimentada por la nostalgia. Era como si camináramos por un sendero con los ojos cerrados, sin saber si había un piso, paredes o un techo que nos cubriese.
Creo que lo que hemos visto la semana pasada (algunos lo vienen viendo hace rato ya) contradice profundamente esa otra historia. Es como si habláramos de dos mundos totalmente diferentes. ¿Qué puede haber pasado en menos de 10 años para que eso cambie, para que esa percepción sea una anécdota de nuestro pasado reciente (aunque pulse, en algunos hombres, por volverse presente)?

V
La única respuesta posible que tengo al alcance de mi mano es pensar que vino la política. No ya como una ciencia de la administración de lo existente, sino más bien como creación; no como marcación del límite (hasta dónde llegar), sino como demarcación de lo que ya no es posible tolerar (hasta aquí llegaron). La vorágine ya no es posible de tolerar. Y la política es el equilibrio entre la locomotora y el ángel. La política es lo que hay entre los hombres, decía Hanna Arendt, es la relación. Es la posibilidad de reconstruir los lazos. De reconstruirse. Y estos días son un claro testimonio de ello.

VI
Finalmente, el tren llegó a Victoria (recurso estético, pensarán ustedes, pero no, es cierto, yo me bajo en la estación Victoria). El viaje terminó. Las dos imágenes que me acompañaron y sobre las que divagué un rato ahora se esfumaban bajo la lluvia del viernes. Ya no tenía éstas preguntas y, aunque sé que siempre es bueno tener preguntas, esta vez sentía que tenía una certeza. Y que esa sensación de seguridad que me invadía, a pesar de lo que acababa de ocurrir apenas unos días, me dejaba tranquilo. Pero no tranquilo como el que se sabe ganador, sino tranquilo como el que sabe que tiene trabajo por delante, que no está solo, que está acompañado y que hay otros como él.

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